domingo, 25 de agosto de 2013

Celos

Cuando escuchó el sonido del piano y se decidió a encontrar el lugar desde dónde provenía aquella melodía envolvente, jamás imaginó encontrar al señor Darcy junto a otra mujer.

La exquisita interpretación y su curiosidad la habían conducido por los rincones de aquella casa solariega hasta llegar a aquel salón que, con la puerta un tanto abierta, se presentó ante ella. Los cabellos dorados y la expresión de felicidad de aquella muchacha se repitieron una infinidad de veces antes de que Elizabeth pudiera tomar dominio de sí.



«¿En qué estaba pensando?» se dijo indignada. Tras su primer pensamiento se dispuso a buscar una salida. Sin alcanzar la más mínima sintonía entre su mente y su cuerpo se sintió como un prisionero que estaba a punto de ser juzgado cuando fue descubierta por sus torpes movimientos. La puerta que le había servido de escondite le sirvió de escudo permitiéndole algo de ventaja cuando desesperada quiso huir.


—¡Señorita Elizabeth, señorita Elizabeth! — vociferaba Darcy que sin tener tiempo para  salir de su asombro se vio en la obligación de correr tras la figura que por unos instantes pensó que era un espejismo. No podía creer que Elizabeth se encontrara allí, en su casa; tal y como él había soñado que un día estaría y, con la misma imprevisibilidad que había imaginado. Ella se presentaba nuevamente como un torbellino en su vida.

La determinación de salir de aquella casa, en Elizabeth, duró muy poco, las dudas que se acrecentaron y el dolor que sentía por haberse expuesto ante Darcy de una manera poco apropiada, luego de su último encuentro en Rosings, la hicieron detenerse frente a una terraza que se había empeñado en detener su huida; lo que Elizabeth no supo o no quiso distinguir en ese momento fue que de haber sido necesario él la hubiera perseguido por todo el condado  

—Pensé que estaba en Londres dijo ella, con algo de rubor en sus mejillas.

—No, no lo estoy.

—No.

—No.

Y así, una larga e infinita sucesión de no se hubieran hecho presentes si ella, como siempre, no hubiera tomado conciencia de lo absurdo de aquella escena.

 

—No habríamos venido…—trató de explicar, pero para su sorpresa las palabras no salían con facilidad.

Tras su fallido intento, la absurda situación no pudo ser contenida por ninguno de los dos:

—Regresé un día antes.

—Vine con mis tíos.

—Y ¿está disfrutando de su viaje?

—Mucho, es placentero.

—Mañana iremos a Matlock.

— ¿Mañana?

— ¿Se hospedan en Lambton?

—Sí, en el Rose & Crown.

—Sí.

—Perdón por entrometerme. Me dijeron que se podía visitar la casa. No tenía idea…— se interrumpió al percatarse que su ingenio ya no funcionaba para nada.

— ¿Puedo acompañarla hasta el pueblo?

—No. Me encanta caminar.

—Sí, sí lo sé.

—Adiós, señor Darcy.

En su camino de regreso los reproches no hicieron distinción alguna entre ella o Darcy. No pudo evitar preguntarse ¿cómo había sido tan tonta como para dejarse convencer de visitar Pemberley? En ese instante no pudo negar que había asistido para satisfacer su curiosidad; deseaba ver todo aquello que enorgullecía a Mr. Darcy, pero jamás imaginó que el mismo hombre que declaró amarla con desesperación, el mismo que le pidió que apagase su agonía hacía algunos meses, fuera el que ella vio sosteniendo, en  sus brazos, a otra mujer.

«¡No seas tonta Elizabeth! —se dijo a sí misma— ¿Acaso no fuiste tú quien le dijo que desde el mismo instante en que le conociste supiste que era el último hombre con quien pensarías en casarte? Cumple tu palabra niña y olvídate de él, no sacarás nada pensando en lo que no tiene solución. Él ha elegido y, aunque te cueste aceptarlo debes respetar su felicidad»

Su egoísmo al pensar que ella podría haber formado parte de esa felicidad la llenó de enojo consigo misma. Ni el pronóstico más alentador podría haberle revelado que, una vez rechazada su propuesta de matrimonio, la carta, y las posteriores conductas de Wickham echarían por tierra una parte del mal concepto que tenía de Darcy; sin contar que con ese encuentro había derribado otro tanto. La preocupación por ella y su amabilidad se habían sumado a favor de Darcy.

Sin darse cuenta llegó hasta la posada donde se encontró con los Gardiner, sus tíos. Desde hacía un buen tiempo que la esperaban en una de las mesas para que probara algún bocado. Con la excusa de recuperarse de la extensa caminata subió hasta su habitación para poner en orden sus pensamientos; y, así por el camino de la lógica y de las buenas costumbres dar por terminado todo trato con el señor Darcy, ya no debía seguir pensando en él; por lo menos no en la forma en que desde hacía un tiempo venía haciéndolo. Pero ¿podría olvidar los sentimientos que nacieron justo luego de presenciar la escena de aquella tarde? Sin saber qué pensar al respecto decidió que lo mejor, en ese instante, sería dejar todo en manos del tiempo. Quizás volverían a encontrarse en Meryton si, Charles Bingley, decidía volver en algún momento a Netherfield Park. Dio por seguro, que si lo que pensaba sucedía, tendría una respuesta para aquel entonces.     

Luego de su último momento de reflexión, decidió que su buen ánimo no debía disminuir por nada del mundo; después de todo no siempre se podía contar con una invitación como la que le hicieron sus tíos, además, ellos no merecían que por pago a su amabilidad ella les diese preocupaciones y tristezas en las que nada tenían que ver. Bajó las escaleras con la decisión de dejar a un lado la situación vivida durante la tarde y dispuesta a disfrutar de su última noche en Lambton. Aunque determinó que sus últimas horas allí debían ser perfectas, no contó jamás con que cuando estuviera llegando al último tramo de la escalera y, levantara la vista para encontrar al matrimonio Gardiner, su corazón se aceleraría al ver al mismísimo Darcy junto a ellos. El primer impulso que sintió de correr a su habitación se vio frenado al encontrar un lugar donde poder ocultarse. Entonces, esperar a que el caballero se marchara, se convirtió en su mejor opción para unirse al grupo y saciar la curiosidad que se había despertado en ella.


—Lizzie, nos encontramos con el señor Darcy. ¿No nos contaste que lo habías visto? Nos invitó a cenar mañana. Fue muy educado, ¿no?

Tratando de disimular lo mejor que pudo frente al comentario de su tía, se dispuso a escuchar el motivo que había llevado a Mr. Darcy a dirigirse a tan indeseables personas, como les llamara una vez a sus parientes, según pudo recordar Elizabeth.

—Muy educado —repitió su tío.

—No es como lo habías descrito —volviendo a utilizar el tono de malicia con el que se había propuesto hablarle la señora Gardiner.

— ¿A cenar con él? —dijo Elizabeth perdiéndose en aquella pregunta.

¿Acaso deseaba pavonear su felicidad conyugal en frente de ella?

—Tiene una conversación muy agradable.

— ¿No te importa retrasar el viaje otro día?

—Quiere, especialmente, que conozcas a su hermana.

— ¿A su hermana?

En ese instante las palabras de su tío tuvieron un efecto de alivio sobre el ánimo de Elizabeth. ¿Cómo había sido tan tonta? ¿Por qué no había pensado en esa posibilidad antes?, sin duda podría haber evitado gran parte de su angustia, porque al fin de cuentas lo que más le molestó aquella tarde fue el ver a Mr. Darcy con otra mujer.


Seguramente la noticia de una unión con un soltero tan codiciado como Mr. Darcy, se las arreglaría para llegar hasta el último rincón de Inglaterra; o, tal vez, su madre en conjunto con su tía Phillips se encargarían de pregonar la noticia por todo el reino.


 FIN