CAPÍTULO
IV
Cuando Jane y
Elizabeth se quedaron solas, la primera, que había sido cautelosa a la hora de elogiar
al señor Bingley, expresó a su hermana lo mucho que lo admiraba.
—Es todo lo que
un hombre joven debería ser —dijo ella—, sensato, alegre, con sentido del humor; nunca había visto
modales tan desenfadados, tanta naturalidad con una educación tan perfecta.
—Y también es
guapo —replicó
Elizabeth—, lo cual nunca
está de más en un joven. De modo que es un hombre completo.
—Me sentí muy
adulada cuando me sacó a bailar por segunda vez. No esperaba semejante cumplido.
—¿No te lo
esperabas? Yo sí. Ésa es la gran diferencia entre nosotras. A ti los cumplidos
siempre te cogen de sorpresa, a mí, nunca. Era lo más natural que te sacase a
bailar por segunda vez. No pudo pasarle inadvertido que eras cinco veces más
guapa que todas las demás mujeres que había en el salón. No agradezcas su
galantería por eso. Bien, la verdad es que es muy agradable, apruebo que te
guste. Te han gustado muchas personas estúpidas.
—¡Lizzy,
querida!
—¡Oh! Sabes
perfectamente que tienes cierta tendencia a que te guste toda la gente. Nunca
ves un defecto en nadie. Todo el mundo es bueno y agradable a tus ojos. Nunca
te he oído hablar mal de un ser humano en mi vida.
—No quisiera ser
imprudente al censurar a alguien; pero siempre digo lo que pienso.
—Ya lo sé; y es
eso lo que lo hace asombroso. Estar tan ciega para las locuras y tonterías de
los demás, con el buen sentido que tienes. Fingir candor es algo bastante
corriente, se ve en todas partes. Pero ser cándida sin ostentación ni
premeditación, quedarse con lo bueno de cada uno, mejorarlo aun, y no decir nada
de lo malo, eso sólo lo haces tú. Y también te gustan sus hermanas, ¿no es así?
Sus modales no se parecen en nada a los de él.
—Al principio
desde luego que no, pero cuando charlas con ellas son muy amables. La señorita Bingley
va a venir a vivir con su hermano y ocuparse de su casa. Y, o mucho me
equivoco, o estoy segura de que encontraremos en ella una vecina encantadora.
Elizabeth
escuchaba en silencio, pero no estaba convencida. El comportamiento de las
hermanas de Bingley no había sido a propósito para agradar a nadie. Mejor
observadora que su hermana, con un temperamento menos flexible y un juicio
menos propenso a dejarse influir por los halagos, Elizabeth estaba poco
dispuesta a aprobar a las Bingley. Eran, en efecto, unas señoras muy finas,
bastante alegres cuando no se las contrariaba y, cuando ellas querían, muy
agradables; pero orgullosas y engreídas. Eran bastante bonitas; habían sido
educadas en uno de los mejores colegios de la capital y poseían una fortuna de
veinte mil libras; estaban acostumbradas a gastar más de la cuenta y a
relacionarse con gente de rango, por lo que se creían con el derecho de tener
una buena opinión de sí mismas y una pobre opinión de los demás. Pertenecían a
una honorable familia del norte de Inglaterra, circunstancia que estaba más
profundamente grabada en su memoria que la de que tanto su fortuna como la de
su hermano habían sido hechas en el comercio.
El señor Bingley
heredó casi cien mil libras de su padre, quien ya había tenido la intención de comprar
una mansión pero no vivió para hacerlo. El señor Bingley pensaba de la misma
forma y a veces parecía decidido a hacer la elección dentro de su condado; pero
como ahora disponía de una buena casa y de la libertad de un propietario, los
que conocían bien su carácter tranquilo dudaban el que no pasase el resto de
sus días en Netherfield y dejase la compra para la generación venidera.
Sus hermanas
estaban ansiosas de que él tuviera una mansión de su propiedad. Pero aunque en
la actualidad no fuese más que arrendatario, la señorita Bingley no dejaba por
eso de estar deseosa de presidir su mesa; ni la señora Hurst, que se había
casado con un hombre más elegante que rico, estaba menos dispuesta a considerar
la casa de su hermano como la suya propia siempre que le conviniese.
A los dos años
escasos de haber llegado el señor Bingley a su mayoría de edad, una casual recomendación
le indujo a visitar la posesión de Netherfield. La vio por dentro y por fuera
durante media hora, y se dio por satisfecho con las ponderaciones del
propietario, alquilándola inmediatamente.
Ente él y Darcy
existía una firme amistad a pesar de tener caracteres tan opuestos. Bingley
había ganado la simpatía de Darcy por su temperamento abierto y dócil y por su
naturalidad, aunque no hubiese una forma de ser que ofreciese mayor contraste a
la suya y aunque él parecía estar muy satisfecho de su carácter. Bingley sabía
el respeto que Darcy le tenía, por lo que confiaba plenamente en él, así como
en su buen criterio. Entendía a Darcy como nadie. Bingley no era nada tonto,
pero Darcy era mucho más inteligente. Era al mismo tiempo arrogante, reservado
y quisquilloso, y aunque era muy educado, sus modales no le hacían nada
atractivo. En lo que a esto respecta su amigo tenía toda la ventaja, Bingley estaba
seguro de caer bien dondequiera que fuese, sin embargo Darcy era siempre
ofensivo.
El mejor
ejemplo es la forma en la que hablaron de la fiesta de Meryton. Bingley nunca
había conocido a gente más encantadora ni a chicas más guapas en su vida; todo
el mundo había sido de lo más amable y atento con él, no había habido
formalidades ni rigidez, y pronto se hizo amigo de todo el salón; y en cuanto a
la señorita Bennet, no podía concebir un ángel que fuese más bonito. Por el
contrario, Darcy había visto una colección de gente en quienes había poca
belleza y ninguna elegancia, por ninguno de ellos había sentido el más mínimo
interés y de ninguno había recibido atención o placer alguno. Reconoció que la
señorita Bennet era hermosa, pero sonreía demasiado. La señora Hurst y su
hermana lo admitieron, pero aun así les gustaba y la admiraban, dijeron de ella
que era una muchacha muy dulce y que no pondrían inconveniente en conocerla
mejor. Quedó establecido, pues, que la señorita Bennet era una muchacha muy dulce
y por esto el hermano se sentía con autorización para pensar en ella como y
cuando quisiera.
CAPÍTULO
V
A poca
distancia de Longbourn vivía una familia con la que los Bennet tenían especial amistad.
Sir William Lucas había tenido con anterioridad negocios en Meryton, donde
había hecho una regular fortuna y se había elevado a la categoría de caballero
por petición al rey durante su alcaldía. Esta distinción se le había subido un
poco a la cabeza y empezó a no soportar tener que dedicarse a los negocios y
vivir en una pequeña ciudad comercial; así que dejando ambos se mudó con su
familia a una casa a una milla de Meryton, denominada desde entonces Lucas
Lodge, donde pudo dedicarse a pensar con placer en su propia importancia, y
desvinculado de sus negocios, ocuparse solamente de ser amable con todo el
mundo. Porque aunque estaba orgulloso de su rango, no se había vuelto engreído;
por el contrario, era todo atenciones para con todo el mundo. De naturaleza
inofensivo, sociable y servicial, su presentación en St. James le había hecho
además, cortés.
La señora Lucas
era una buena mujer aunque no lo bastante inteligente para que la señora Bennet
la considerase una vecina valiosa. Tenían varios hijos. La mayor, una joven
inteligente y sensata de unos veinte años, era la amiga íntima de Elizabeth.
Que las Lucas y
las Bennet se reuniesen para charlar después de un baile, era algo
absolutamente necesario, y la mañana después de la fiesta, las Lucas fueron a
Longbourn para cambiar impresiones.
—Tú empezaste
bien la noche, Charlotte —dijo la señora
Bennet fingiendo toda amabilidad posible hacia la señorita Lucas—. Fuiste la
primera que eligió el señor Bingley.
—Sí, pero
pareció gustarle más la segunda.
—¡Oh! Te
refieres a Jane, supongo, porque bailó con ella dos veces. Sí, parece que le
gustó; sí, creo que sí. Oí algo, no sé, algo sobre el señor Robinson.
—Quizá se
refiera a lo que oí entre él y el señor Robinson, ¿no se lo he contado? El
señor Robinson le preguntó si le gustaban las fiestas de Meryton, si no creía
que había muchachas muy hermosas en el salón y cuál le parecía la más bonita de
todas. Su respuesta a esta última pregunta fue inmediata: «La mayor de las
Bennet, sin duda. No puede haber más que una opinión sobre ese particular.»
—¡No me digas!
Parece decidido a... Es como si... Pero, en fin, todo puede acabar en nada.
—Lo que yo oí
fue mejor que lo que oíste tú, ¿verdad, Elizabeth? —dijo Charlotte—. Merece más la
pena oír al señor Bingley que al señor Darcy, ¿no crees? ¡Pobre Eliza! Decir
sólo: «No está mal. »
—Te suplico que
no le metas en la cabeza a Lizzy que se disguste por Darcy. Es un hombre tan desagradable
que la desgracia sería gustarle. La señora Long me dijo que había estado
sentado a su lado y que no había despegado los labios.
—¿Estás segura,
mamá? ¿No te equivocas? Yo vi al señor Darcy hablar con ella.
—Sí, claro;
porque ella al final le preguntó si le gustaba Netherfield, y él no tuvo más
remedio que contestar; pero la señora Long dijo que a él no le hizo ninguna
gracia que le dirigiese la palabra.
—La señorita
Bingley me dijo —comentó Jane
que él no solía hablar mucho, a no ser con sus amigos íntimos. Con ellos es
increíblemente agradable.
—No me creo una
palabra, querida. Si fuese tan agradable habría hablado con la señora Long.
Pero ya me
imagino qué pasó. Todo el mundo dice que el orgullo no le cabe en el cuerpo, y
apostaría a que oyó que la señora Long no tiene coche y que fue al baile en uno
de alquiler.
—A mí no me
importa que no haya hablado con la señora Long —dijo la señorita Lucas––, pero desearía
que hubiese bailado con Eliza.
—Yo que tú,
Lizzy —agregó la madre—, no bailaría
con él nunca más.
—Creo, mamá, que
puedo prometerte que nunca bailaré con él.
—El orgullo —dijo la
señorita Lucas— ofende
siempre, pero a mí el suyo no me resulta tan ofensivo. Él tiene disculpa. Es
natural que un hombre atractivo, con familia, fortuna y todo a su favor tenga un
alto concepto de sí mismo. Por decirlo de algún modo, tiene derecho a ser
orgulloso.
—Es muy cierto —replicó
Elizabeth—, podría
perdonarle fácilmente su orgullo si no hubiese mortificado el mío.
—El orgullo —observó Mary,
que se preciaba mucho de la solidez de sus reflexiones—, es un defecto
muy común. Por todo lo que he leído, estoy convencida de que en realidad es muy
frecuente que la naturaleza humana sea especialmente propensa a él, hay muy
pocos que no abriguen un sentimiento de autosuficiencia por una u otra razón,
ya sea real o imaginaria. La vanidad y el orgullo son cosas distintas, aunque
muchas veces se usen como sinónimos. El orgullo está relacionado con la opinión
que tenemos de nosotros mismos; la vanidad, con lo que quisiéramos que los
demás pensaran de nosotros.
—Si yo fuese tan
rico como el señor Darcy, exclamó un joven Lucas que había venido con sus hermanas—, no me
importaría ser orgulloso. Tendría una jauría de perros de caza, y bebería una
botella de vino al día.
—Pues beberías
mucho más de lo debido —dijo la señora
Bennet— y si yo te
viese te quitaría la botella inmediatamente.
El niño dijo
que no se atrevería, ella que sí, y así siguieron discutiendo hasta que se dio
por finalizada la visita.
CAPÍTULO
VI
Las señoras de
Longbourn no tardaron en ir a visitar a las de Netherfield, y éstas devolvieron
la visita como es costumbre. El encanto de la señorita Bennet aumentó la estima
que la señora Hurst y la señorita Bingley sentían por ella; y aunque
encontraron que la madre era intolerable y que no valía la pena dirigir la
palabra a las hermanas menores, expresaron el deseo de profundizar las
relaciones con ellas en atención a las dos mayores. Esta atención fue recibida
por Jane con agrado, pero Elizabeth seguía viendo arrogancia en su trato con
todo el mundo, exceptuando, con reparos, a su hermana; no podían gustarle. Aunque
valoraba su amabilidad con Jane, sabía que probablemente se debía a la
influencia de la admiración que el hermano sentía por ella. Era evidente,
dondequiera que se encontrasen, que Bingley admiraba a Jane; y para Elizabeth
también era evidente que en su hermana aumentaba la inclinación que desde el
principio sintió por él, lo que la predisponía a enamorarse de él; pero se daba
cuenta, con gran satisfacción, de que la gente no podría notarlo, puesto que
Jane uniría a la fuerza de sus sentimientos moderación y una constante jovialidad,
que ahuyentaría las sospechas de los impertinentes. Así se lo comentó a su
amiga, la señorita Lucas.
—Tal vez sea
mejor en este caso —replicó
Charlotte— poder escapar
a la curiosidad de la gente; pero a veces es malo ser tan reservada. Si una
mujer disimula su afecto al objeto del mismo, puede perder la oportunidad de
conquistarle; y entonces es un pobre consuelo pensar que los demás están en la
misma ignorancia. Hay tanto de gratitud y vanidad en casi todos, los cariños,
que no es nada conveniente dejarlos a la deriva. Normalmente todos empezamos
por una ligera preferencia, y eso sí puede ser simplemente porque sí, sin
motivo; pero hay muy pocos que tengan tanto corazón como para enamorarse sin
haber sido estimulados. En nueve de cada diez casos, una mujer debe mostrar más
cariño del que siente. A Bingley le gusta tu hermana, indudablemente; pero si
ella no le ayuda, la cosa no pasará de ahí.
—Ella le ayuda
tanto como se lo permite su forma de ser. Si yo puedo notar su cariño hacia él,
él, desde luego, sería tonto si no lo descubriese.
—Recuerda,
Eliza, que él no conoce el carácter de Jane como tú.
—Pero si una
mujer está interesada por un hombre y no trata de ocultarlo, él tendrá que
acabar por descubrirlo.
—Tal vez sí, si
él la ve lo bastante. Pero aunque Bingley y Jane están juntos a menudo, nunca
es por mucho tiempo; y además como sólo se ven en fiestas con mucha gente, no
pueden hablar a solas. Así que Jane debería aprovechar al máximo cada minuto en
el que pueda llamar su atención. Y cuando lo tenga seguro, ya tendrá
tiempo––para enamorarse de él todo lo que quiera.
—Tu plan es
bueno —contestó
Elizabeth—, cuando la
cuestión se trata sólo de casarse bien; y si yo estuviese decidida a conseguir
un marido rico, o cualquier marido, casi puedo decir que lo llevaría a cabo.
Pero esos no son los sentimientos de Jane, ella no actúa con premeditación.
Todavía no puede estar segura de hasta qué punto le gusta, ni el porqué. Sólo
hace quince días que le conoce. Bailó cuatro veces con él en Meryton; le vio
una mañana en su casa, y desde entonces ha cenado en su compañía cuatro veces. Esto
no es suficiente para que ella conozca su carácter.
—No tal y como
tú lo planteas. Si solamente hubiese cenado con él no habría descubierto otra
cosa que si tiene buen apetito o no; pero no debes olvidar que pasaron cuatro
veladas juntos; y cuatro veladas pueden significar bastante.
––Sí; en esas
cuatro veladas lo único que pudieron hacer es averiguar qué clase de bailes les
gustaba a cada uno, pero no creo que hayan podido descubrir las cosas realmente
importantes de su carácter.
—Bueno —dijo Charlotte—. Deseo de todo
corazón que a Jane le salgan las cosas bien; y si se casase con él mañana, creo
que tendría más posibilidades de ser feliz que si se dedica a estudiar su
carácter durante doce meses. La felicidad en el matrimonio es sólo cuestión de
suerte. El que una pareja crea que son iguales o se conozcan bien de antemano,
no les va a traer la felicidad en absoluto. Las diferencias se van acentuando
cada vez más hasta hacerse insoportables; siempre es mejor saber lo menos
posible de la persona con la que vas a compartir tu vida.
—Me haces reír,
Charlotte; no tiene sentido. Sabes que no tiene sentido; además tú nunca
actuarías de esa forma.
Ocupada en
observar las atenciones de Bingley para con su hermana, Elizabeth estaba lejos
de sospechar que también estaba siendo objeto de interés a los ojos del amigo
de Bingley. Al principio, el señor Darcy apenas se dignó admitir que era
bonita; no había demostrado ninguna admiración por ella en el baile; y la
siguiente vez que se vieron, él sólo se fijó en ella para criticarla. Pero tan
pronto como dejó claro ante sí mismo y ante sus amigos que los rasgos de su
cara apenas le gustaban, empezó a darse cuenta de
que la bella
expresión de sus ojos oscuros le daban un aire de extraordinaria inteligencia.
A este descubrimiento siguieron otros igualmente mortificantes. Aunque detectó
con ojo crítico más de un fallo en la perfecta simetría de sus formas, tuvo que
reconocer que su figura era grácil y esbelta; y a pesar de que afirmaba que sus
maneras no eran las de la gente refinada, se sentía atraído por su naturalidad
y alegría. De este asunto ella no tenía la más remota idea. Para ella Darcy era
el hombre que se hacía antipático dondequiera que fuese y el hombre que no la
había considerado lo bastante hermosa como para sacarla a bailar.
Darcy empezó a
querer conocerla mejor. Como paso previo para hablar con ella, se dedicó a escucharla
hablar con los demás. Este hecho llamó la atención de Elizabeth. Ocurrió un día
en casa de sir Lucas donde se había reunido un amplio grupo de gente.
—¿Qué querrá el
señor Darcy —le dijo ella a
Charlotte—, que ha estado
escuchando mi conversación con el coronel Forster?
—Ésa es una
pregunta que sólo el señor Darcy puede contestar.
—Si lo vuelve a
hacer le daré a entender que sé lo que pretende. Es muy satírico, y si no
empiezo siendo impertinente yo, acabaré por tenerle miedo.
Poco después se
les volvió a acercar, y aunque no parecía tener intención de hablar, la
señorita Lucas desafió a su amiga para que le mencionase el tema, lo que
inmediatamente provocó a Elizabeth, que se volvió a él y le dijo:
—¿No cree usted,
señor Darcy, que me expresé muy bien hace un momento, cuando le insistía al coronel
Forster para que nos diese un baile en Meryton?
—Con gran
energía; pero ése es un tema que siempre llena de energía a las mujeres.
—Es usted severo
con nosotras.
—Ahora nos toca
insistirte a ti —dijo la
señorita Lucas—. Voy a abrir
el piano y ya sabes lo que sigue, Eliza.
—¿Qué clase de
amiga eres? Siempre quieres que cante y que toque delante de todo el mundo. Si me
hubiese llamado Dios por el camino de la música, serías una amiga de
incalculable valor; pero como no es así, preferiría no tocar delante de gente
que debe estar acostumbrada a escuchar a los mejores músicos —pero como la
señorita Lucas insistía, añadió—: Muy bien, si así debe ser será —y mirando
fríamente a Darcy dijo—: Hay un viejo
refrán que aquí todo el mundo conoce muy bien, «guárdate el aire para enfriar la
sopa», y yo lo guardaré para mi canción.
El concierto de
Elizabeth fue agradable, pero no extraordinario. Después de una o dos canciones
y antes de que pudiese complacer las peticiones de algunos que querían que
cantase otra vez, fue reemplazada al piano por su hermana Mary, que como era la
menos brillante de la familia, trabajaba duramente para adquirir conocimientos
y habilidades que siempre estaba impaciente por demostrar.
Mary no tenía
ni talento ni gusto; y aunque la vanidad la había hecho aplicada, también le
había dado un aire pedante y modales afectados que deslucirían cualquier
brillantez superior a la que ella había alcanzado. A Elizabeth, aunque había
tocado la mitad de bien, la habían escuchado con más agrado por su soltura y
sencillez; Mary, al final de su largo concierto, no obtuvo más que unos cuantos
elogios por las melodías escocesas e irlandesas que había tocado a ruegos de
sus hermanas menores que, con alguna de las Lucas y dos o tres oficiales,
bailaban alegremente en un extremo del salón.
Darcy, a quien
indignaba aquel modo de pasar la velada, estaba callado y sin humor para
hablar; se hallaba tan embebido en sus propios pensamientos que no se fijó en
que sir William Lucas estaba a su lado, hasta que éste se dirigió a él.
—¡Qué
encantadora diversión para la juventud, señor Darcy! Mirándolo bien, no hay
nada como el baile. Lo considero como uno de los mejores refinamientos de las
sociedades más distinguidas.
—Ciertamente,
señor, y también tiene la ventaja de estar de moda entre las sociedades menos distinguidas
del mundo; todos los salvajes bailan.
Sir William
esbozó una sonrisa.
—Su amigo baila
maravillosamente —continuó
después de una pausa al ver a Bingley unirse al grupo— y no dudo,
señor Darcy, que usted mismo sea un experto en la materia.
—Me vio bailar
en Meryton, creo, señor.
—Desde luego que
sí, y me causó un gran placer verle. ¿Baila usted a menudo en Saint James?
—Nunca, señor. ¿No
cree que sería un cumplido para con ese lugar?
—Es un cumplido
que nunca concedo en ningún lugar, si puedo evitarlo.
—Creo que tiene
una casa en la capital. El señor Darcy asintió con la cabeza.
—Pensé algunas
veces en fijar mi residencia en la ciudad, porque me encanta la alta sociedad; pero
no estaba seguro de que el aire de Londres le sentase bien a lady Lucas.
Sir William
hizo una pausa con la esperanza de una respuesta, pero su compañía no estaba dispuesto
a hacer ninguna. Al ver que Elizabeth se les acercaba, se le ocurrió hacer algo
que le pareció muy galante de su parte y la llamó.
—Mi querida
señorita Eliza, ¿por qué no está bailando? Señor Darcy, permítame que le
presente a esta joven que puede ser una excelente pareja. Estoy seguro de que
no puede negarse a bailar cuando tiene ante usted tanta belleza.
Tomó a
Elizabeth de la mano con la intención de pasársela a Darcy; quien, aunque extremadamente
sorprendido, no iba a rechazarla; pero Elizabeth le volvió la espalda y le dijo
a sir William un tanto desconcertada:
—De veras,
señor, no tenía la menor intención de bailar. Le ruego que no suponga que he
venido hasta aquí para buscar pareja.
El señor Darcy,
con toda corrección le pidió que le concediese el honor de bailar con él, pero
fue en vano. Elizabeth estaba decidida, y ni siquiera sir William, con todos
sus argumentos, pudo persuadirla.
—Usted es
excelente en el baile, señorita Eliza, y es muy cruel por su parte negarme la satisfacción
de verla; y aunque a este caballero no le guste este entretenimiento, estoy
seguro de que no tendría inconveniente en complacernos durante media hora.
—El señor Darcy
es muy educado —dijo Elizabeth
sonriendo.
—Lo es, en
efecto; pero considerando lo que le induce, querida Eliza, no podemos dudar de
su cortesía; porque, ¿quién podría rechazar una pareja tan encantadora?
Elizabeth les
miró con coquetería y se retiró. Su resistencia no le había perjudicado nada a
los ojos del caballero, que estaba pensando en ella con satisfacción cuando fue
abordado por la señorita Bingley.
—Adivino por qué
está tan pensativo.
—Creo que no.
—Está pensando
en lo insoportable que le sería pasar más veladas de esta forma, en una
sociedad como ésta; y por supuesto, soy de su misma opinión. Nunca he estado
más enojada. ¡Qué gente tan insípida y qué alboroto arman! Con lo
insignificantes que son y qué importancia se dan. Daría algo por oír sus críticas
sobre ellos.
—Sus conjeturas
son totalmente equivocadas. Mi mente estaba ocupada en cosas más agradables. Estaba
meditando sobre el gran placer que pueden causar un par de ojos bonitos en el
rostro de una mujer hermosa.
La señorita
Bingley le miró fijamente deseando que le dijese qué dama había inspirado tales
pensamientos. El señor Darcy, intrépido, contestó:
—La señorita
Elizabeth Bennet.
—¡La señorita
Bennet! Me deja atónita. ¿Desde cuándo es su favorita? Y dígame, ¿cuándo tendré
que darle la enhorabuena?
—Ésa es
exactamente la pregunta que esperaba que me hiciese. La imaginación de una dama
va muy rápido y salta de la admiración al amor y del amor al matrimonio en un
momento. Sabía que me daría la enhorabuena.
—Si lo toma tan
en serio, creeré que es ya cosa hecha. Tendrá usted una suegra encantadora, de veras,
y ni que decir tiene que estará siempre en Pemberley con ustedes.
Él la escuchaba
con perfecta indiferencia, mientras ella seguía disfrutando con las cosas que
le decía; y al ver, por la actitud de Darcy, que todo estaba a salvo, dejó
correr su ingenio durante largo tiempo.
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